septiembre 27, 2010

Diez pesos


No te preguntes cómo es posible que pueda comunicarme. Tampoco cuestiones tus niveles de locura si no estás de humor para eso. Mejor comienza a aceptar que los objetos inanimados podemos hablar a quienes saben escucharnos. En todo caso, pregúntate cómo llegué yo, una moneda mexicana con el rostro de Tonatiuh—irónicamente dios del sol—, a quedarme guardado en este húmedo y obscuro pañuelo que parece será mi cárcel hasta los tiempos del fin del mundo.

Mis ancestros fueron forjados en plata, yo soy una aleación de poco valor real: en un mundo materialista los epígrafes son definitivos del lugar que ocupas. Así, si yo no tuviera en mi espalda una águila echándose una serpiente con la leyenda "Estados Unidos Mexicanos" y, aún más importante, en la frente un sello de "diez pesos", estaría justificado que no viera la luz nunca más. Pero las motivaciones para mi confinamiento son de otra naturaleza y totalmente ajenas a mi voluntad.

Viajé como nadie en este territorio, desde el centro donde todo corre muy rápido hasta los extremos peninsulares de lo que se conoce como México. He conocido cualquier cantidad de miradas: de desprecio, de lujuria, de redención, de adicción, de esperanza. Fui, soy y seré todo a la vez: fiel acompañante, amante efímero, ingrato extraviado e incluso, tal y como me encuentro ahora, esclavo sin salida.

Me han colocado en porta monedas convencionales para el siglo XXI. Pero en mi viaje también conocí los pechos de las ancianas, los calcetines de los abuelos y las dulces manos de los niños, quienes siempre se aferraron a mí con un amor desinteresado. He visto las esperanzas y desazones de no pocas personas, quienes me han contado sus secretos y fielmente los he conservado. No esperes que te cuente más de lo necesario. Me comunico, sí, pero no soy de esos chismosos que van por ahí distorsionando la realidad, creyéndose poseedores de la verdad absoluta.

Si mi memoria es buena, sólo me he cruzado dos veces con la misma persona. La primera ocasión, como todo primerizo en esta vida, me emocioné y alegré. De inmediato reconocí las manos de aquel jardinero trabajador, celoso con sus monedas cuando de lujos se trataba pero generoso cuando por sus vicios me intercambiaba. Por eso no me dolió separarme de él en la cantina donde me dejó por cacahuates. Le di una gran satisfacción. Por él entendí que el valor de las cosas es una cuestión tan personal como la higiene, la cual por cierto, le importaba menos que si pagaba unas monedas de diez pesos a cambio de aguardiente.

La segunda ocasión me alegré porque recordé la sensación de la primera vez. Por supuesto que en ese momento no tenía idea que esas iban a ser las manos que me conducirían a mi actual cárcel. Reconocí la mirada de éxtasis de Valentina cuando pasé a sus manos en forma de limosna. Por ella entendí que para merecerme se necesitaba más que sudor en la frente y que, por más que así lo quisieran muchos, no pertenezco a nadie: soy simplemente una posesión transitoria, escurridiza.

Llegué al sureste mexicano por un turista que me cambió en Oaxaca por unos tamales; la señora de los tamales me llevó a Juchitán como contribución a su anciana madre, quien a su vez me intercambió por café chiapaneco con la familia Morales. El hijo mayor de esa cálida familia fue quien me trajo hasta Valentina, quien se había quedado en la frontera con Guatemala desde la edad de 9, sólo un año después de que salió de los alrededores de Tegucigalpa. Hace 4 años nos habíamos separado cuando me dejó, con otras cuantas monedas, por comida. Pero aquella niña que conocí no existe más, ahora es toda una mujer: madre soltera de 16.

Esta vez Valentina me intercambio por agua que vendía este desgraciado hombre que me enredó en su cárcel. Durante mi constante viaje he aprendido a diferenciar los gritos de placer y los de sufrimiento. Su principal distinción se da en la culminación de ambos: el primero se sofoca en un suspiro y el segundo resuena como una interminable agonía. Por eso sé que este pobre hombre pasó de gritos de pasión a gritos de súplica.

Desafortunadamente, cada vez es más común tomar justicia por propia mano. Si me preguntan, él mismo buscó quedarse al fondo de este río, amarrado a una piedra. La hormona le ganó al cálculo de las consecuencias y ahora este pobre hombre ya no será amante de nadie más, el marido de su última conquista se aseguró que así fuera.


1 comentario:

  1. ¡Ahhhhhhhh! Está intenso, no me imaginaba ese final. ¡Soy tu ídolo compadre! =)

    Edgar

    ResponderEliminar