abril 18, 2010

Érase una vez...





Érase una vez un amor asimétrico que, como muchos, se basaba en la ceguera de uno y la alevosa ventaja del otro; su materia prima era la fe a prueba de promesas rotas.

Érase una vez una enchilada que luego de varios preparativos se seguía cocinando la noche del diez al once de septiembre del dosmiluno. Era el desayuno a la cama que todo lo reconcilia en nuestro amor asimétrico; más que una enchilada, era el alimento de la armonía y buenas intenciones.

Érase una vez un empresario que un (mal) día se le hizo fácil gobernar un país. Llenó su maleta de esperanzas e ilusiones, de mentiras y torpezas, de una esposa postiza y otros oportunistas. Muchos temían el final de ese espectáculo cuya trama central se resume en que la yegua le quedó grande al Señor Presidente. Al nuevopresidente-viejoempresario le rompieron su corazón cuando le faltaron a la promesa y no le cumplieron su enchilada a la cama.

Érase una vez un zacatecano, mayor entre sus 3 hermanos, pero a sus 19 años ya tenía el suficiente camino recorrido para lanzarse al otro lado y encontrar a su familia que solamente le heredó el apellido y el conocimiento del camino que lo guiaría hacia ellos. El zacatecano entendió lo que era la mentada y abstracta libertad de expresión cuando votó por el viejoempresario-casinuevopresidente.

Érase una vez una ciudad aterrorizada por dos aviones, muchos escombros y una cobertura mediática sin comparación. Si alguna vez nuestra enchilada ocupó un espacio en la mente del amante prometedor, fue arrebatado por los escombros de un mañana de septiembre.

Érase una vez un zacatecano que terminó lavando y pagando los platos rotos de un amor asimétrico. El antes entusiaste jóven se cansó de buscar permanentemente trabajo y alcanzó a su familia política, que eran más o menos 10 millones. El zacatecano, porque así tiene que se, vivió feliz para siempre, sólo que con un par de piedras en el zapato luego de una larga caminata para cruzar la frontera: nunca le sirvieron ninguna enchilada a la cama y lo discriminaron un poco por ‘contaminar’, le decían, el lugar al que llegó. Su familia política lo contagió de desencanto político: nunca más votó por atractivas que fueran las promesas. De esta manera fue que se convirtió en un defensor peligroso del status quo: su indiferencia e impotencia lo hacía ver por su interés personal y nunca imaginarse la posibilidad de un cambio mayúsculo.

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